En el País Semanal escribe Rosa Montero, con la que no estoy a menudo tan de acuerdo como hoy, que le espantan las caras estiradas como parches de tambor y que varios de sus amigos rechazan la estética de los pechos operados y turgentes rellenos de silicona de tercera generación.
Suscribo todas y cada una de sus palabras, pero es que, además, extiendo mi rechazo a toda una serie de anormalidades y artificialidades que se han instalado en nuestra cotidianidad sin que nos hayamos dado cuenta. Hoy en día se aceptan como normales cosas, hechos, situaciones y comportamientos que deberían generar verdadero escándalo.
Nadie levanta la voz contra los padres que pagan a sus hijas de 15 años una operación para “ponerse tetas”; nadie clama contra la permanente mala educación de conductores y conductoras que campan a sus anchas haciendo del tonelaje, potencia y precio de sus coches, patente de corso para todo. Yo he oído “ y si tengo que pagar la multa, la pago, que para eso me sobra pasta”. Es igual que se haya puesto en peligro a alguien, que casi se haya producido un accidente o que haya niños que tienen que aprender cerca. Es la ley de la mala educación y del más fuerte.
Nos parece normal que niños de 6 años tengan televisión en su cuarto y vivan al margen de las familias; que los modelos que con los que llenan las páginas de moda estén a punto de ingresar en la unidad de reanimación de cualquier centro hospitalario; que la armónica belleza de un rostro y una piel que hablan de la vida se sustituya por una monstruosa máscara inexpresiva estirada más allá de las leyes de la física.
La normalidad cada vez es más anormal y la anormalidad se instala colonizando nuestras vidas sin que nos demos cuenta. Hace años que digo que uno de los mejores y más escasos elogios que, hoy en día, se le pueden hacer a alguien, es referirnos a él como “una persona normal”.
Es@ ti@ normal, que se queda escaso de pelo con naturalidad o que ve cómo sus pechos asumen las leyes de la física gravitatoria; que les cuenta sus hijos lo que entiende como las reglas de una convivencia lógica en su casa; que pretende no molestar a nadie en su vida cotidiana; que no impone sus neuras y su presencia a nadie por la fuerza; esa persona que pasa por el mundo cumpliendo con los preceptos de la buena educación, empieza a ser merecedora de monumentos y reconocimiento popular.
Es posible que esta crisis nos ofrezca la posibilidad de que las cosas recuperen su justa medida y alguien, como yo mismo el otro día, pueda darse cuenta de que no es normal que al ir a comprar una simple pastilla de mantequilla a un supermercado, pudiera elegir entre seis clases de opciones distintas –light, fácil de untar, ligera etc – pero me resultara imposible comprar mantequilla de la de toda la vida, con su colesterol, su capacidad de generar cardiopatías varias y su maravilloso sabor de siempre. ¿Es eso normal o es que estamos de los nervios?
Lo suscribo todo y además hoy en Los Angeles están buscando chicas para una película y especifican claramente que no quieren siliconas, botox ni nada, chicas normales y que puedan levantar las cejas.
ResponderEliminarPor cierto, el artículo es de Rosa Montero
Reconozco con orgullo que soy normal. Tengo arrugas desde que era muy joven, un poco de joroba, las manos artrósicas, el cabello blanco y bastante escason y no por eso dejo de ser feliz.
ResponderEliminarMe apena el sufrimiento de tantas y tantas chicas jóvenes que ya están en desacuerdo con su físico y lo cambian a costa de lo que sea.
Espero que las reflexiones que acabo de leer hagan pensar a unas cuantas que vale más ser normal y, además, parecerlo.
16 de Abril de 2010 a.m.