Es nuestro deseo el que convierte cualquier puerta en la puerta del infierno.
Por casualidad me enteré hace poco de que un mendigo pasaba sus días deambulando por plazas y mercados advirtiendo a todo el mundo contra el deseo de ser felices y desbarraba contando historias sobre la felicidad del paraíso perdido; de cómo su vida se había descarriado tras haber gozado de la más perfecta dicha y saboreado las más exquisitas frutas de un remoto jardín.
Hastiado de trabajo y aburrido en el verano de la dormida villa, me dejé conducir los pasos por el azar y la casualidad con el fin de gastar un par de monedas y unos vasos en compañía del loco que tal pregonaba, pero sin demasiada esperanza de encontrarlo o de que las historias que me habían cantado fueran ciertas.
Al filo del medio día llegué al recinto del mercado, con hambre y calor apretando mi cuerpo a partes iguales y todavía pensando en lo vano del paseo emprendido, pues ya casi nadie se dejaba alcanzar por un sol justiciero que secaba los rastros de sangre de los animales muertos en la mañana dedicada a honrar a Mercurio y sus trabajos. Las moscas y yo éramos los únicos que nos movíamos bajo la solana y yo ya había determinado mi objetivo fijándolo en el mesón del Cosme, refugio donde calmar los gritos de las tripas con lo que el mercado había traído de bueno a sus cocinas y fogones.
Un par de esquinas cercanas me separaban de la fresca estancia, así que apreté el paso y tras doblar la primera de ellas dieron mis ojos con una parda figura acurrucada en las sombra de un zaguán, primer encuentro con el que habría de ser, primero, mi compañero de mesa y ya más tarde, un sabio amigo con quien compartiría largos años de compañía y recuerdos.
Si acaso mi llegada o mi saludo le inquietaron o sorprendieron no pude saberlo, pues su cara no mostró expresión alguna cuando le ofrecí compartir comida y bebida conmigo a cambio de conocer su historia y de que me contara la razón e sus desvaríos y proclamas. Si suya fue la calma, mío el asombro por sus cuidados modales y exquisito trato personal: se excusó por el torpe aliño y lo gastado de sus ropas aunque la bonanza de la estación le había permitido mantener limpio tanto el cuerpo como el atuendo. Llegados a la mesa, se excusó y fue a lavar manos y cara para dar cumplida cuenta de las viandas y el generoso vino que llegaba fresco de las profundas bodegas llenas de pellejos y tinajas donde se enfriaban los espíritus que tanto ánimo insuflaban en los nuestros.
Mi historia, dijo, es la historia de aquél que habiendo sido llamado a compartir el paraíso sin haber hecho mérito alguno para ello, lo pierde sin saber de mejor razón o motivo para no tenerlo ahora como cuando lo tuvo entero para su completo placer. Fui, o creía ser, un hombre justo y en buena posición cuando la aspiración por el máximo placer y el total disfrute de la vida me fue, para mi total desdicha, concedido. Durante tres venturosos años pude entrar al jardín sagrado donde todo lo que veía, hacía y compartía, se convertía en una experiencia única rodeada de pasión, placer y ventura hasta que un día, para mi mal, me fue impedida la entrada.
Lloré en las puertas por semanas y por meses preguntando por la causa y el motivo de mi infortunio y ninguna respuesta me fue concedida. A las puerta, ahora cerradas, de mi particular paraíso pasé mis días dejando que posición y fortuna se esfumaran en pos del sueño de volver a ver, francas a mi paso, aquellas hojas doradas que con tanta alegría había traspasado antaño.
Y el tiempo me cambió la facha y el seso, que a medida que los días transcurrían apegado a aquellas puertas, comencé a percibir y a discurrir que sólo el azar que gobierna nuestras vidas me había franqueado la entrada allí donde nada era mío ni nada podía yo exigir; que mi alegría y mi esperanza se habían ligado a un capricho del momento y que de esa hora en adelante, debería dar por tan bueno que nada hubo que me hiciera merecedor de la gloria y la fortuna como que nada hubo en mi culpa que me privara de su disfrute. En esas cábalas andaba mi cabeza cuando las puertas se abrieron y por ellas vino andando una anciana en cuyo rostro pude percibir la perdida belleza de otros años. Le pregunté asombrado por la razón de su salida siendo así que todos pretendíamos cruzar las puertas que ahora ella abandonaba pero en el otro sentido y ella me miró despacio para decirme: “Joven fui y apegada a mi belleza dejé pasar amor y sentimientos, de manera que ahora dedico lo que queda de mi vida a enseñar aquello que aprendí por privación: abandona el deseo y entrégate al azar que gobierna el mundo sin luchar, pues de tu lucha y de tu deseo manan la desgracia y la pena que aplastan al mundo. Bella fui y por desear mantener intacta mi belleza más allá de los tiempos que le fueron dados a mi vida, dejé pasar la oportunidad de compartirla y hacer felices a aquellos que me amaron. Seca estoy ahora y mi amor se ha esfumado junto con aquella belleza que perdí. Fuiste afortunado y en esos jardines que ahora dejo pudiste compartir amor, belleza, sueños e ilusiones sin haber hecho mérito alguno para disfrutar de tal suerte. ¿Te quejas ahora de haberlo perdido todo? Disfruta de su recuerdo afortunado y atesora su memoria sin desear que vuelvan aquellos dones que el tiempo se ha llevado para siempre. Disfruta en calma su recuerdo y no te atormentes, pues lo que es ido ya no vuelve y lo que es muerto ya no vive”
Quedé asombrado y quieto viendo cerrarse las puertas y desde entonces recuerdo sus palabras una a una todos los días y trato de que todos las compartan y encuentren la conseja que tanto bien trajo a mi vida: no busques en tu suerte aquél mérito que no te corresponde y no desees prolongar tu suerte más allá de lo que el azar te entrega. Recuerda tranquilo aquello que pudiste disfrutar y vive ausente del deseo que envenena el alma de los días que están por venir. Tu vida será lo que tenga que ser y en ella volverá a crecer la suerte y la desgracia ajenas por completo a tus esfuerzos. ¿Tuviste? Afortunado fuiste. ¿Acaso ahora no tienes? Recuerda, añora u olvida que igual da, pero ten por seguro que desear es morir tras los pasos del deseo y recordar sereno y agradecido los dones de la diosa fortuna es regar su altar con las flores del placer que ahora recuerdas.
Y así se nos fue la comida y los jarros caminando hacia la casa que desde entonces compartimos hablando de las cosas que la vida nos quiere enseñar y que nosotros no queremos aprender, pues sólo vemos las puertas cerradas de los jardines soñados.