Nuestras vidas se multiplican sin fin mientras nosotros, ilusos, creemos que vivimos una vida lineal, estable y única, no podemos acabar con las vidas oscuras que un día alumbramos con nuestros deseos y ellas se prolongan más allá del poco espacio que les dimos. Creemos que esos demonios alumbrados por nuestros deseos y pulsiones más íntimos mueren cuando los desterramos de la memoria, pero no es así, ellos se hacen fuertes a la espera de su oportunidad, del escaso momento en el que la casualidad los hace posibles.
En nosotros conviven asesinos, genios, psicópatas, aventureros y santos que esperan su oportunidad y que se hacen reales en función de casualidades que nos condenan o nos glorifican. A pesar de lo que muchos creen, el santo y el demonio son la misma persona, el mismo mecanismo que se pone en marcha de forma autónoma nos gana la mano sin que muchas veces podamos hacer nada. ¿Que separa al sádico del asceta? La oportunidad.
Vivimos muchas vidas, pero solo reconocemos una, sólo dejamos viva a una de nuestras muchas posibilidades mientras que el resto permanecen agazapadas en los rincones oscuros. En cada marido fiel, en cada esposa abnegada, viven sátiros y perdidas que alguna vez se soñaron libertinos e inmorales. Elegimos lo más fácil, lo que nos conduce al camino ancho y bien pavimentado despreciando paisajes vírgenes que nos hacen soñar.
Nuestras vidas se multiplican en una orgía incontrolada de generación y destrucción que nos sobrepasa y buscamos refugio en la habitual normalidad del cementerio en el que edificamos esa parte que todos conocen, incapaces de dar rienda suelta a los sueños por los que los demás nos juzgarían monstruos. Somos malos, somos despreciables y mezquinos, pero sólo porque somos simples humanos que tienen miedo de seguir los pasos de sus propios sueños.
Buenísimo.
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